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Alma Delia Murillo

02/11/2013 - 12:00 am

Lo que mata son las ganas de vivir

“Parece que de lo que muere uno es de maniquí asustado en la vidriera”, Gonzalo Rojas.  Cada tercer día me ocurre que no sé qué hacer conmigo. Un día me gobierno y al otro no. La mañana del domingo tocó no, es horrible; una siente que se desestructura toda, desde el centro a las orillas. […]

Alberto Alcocer beco Bcocom
Alberto Alcocer/ @beco / b3co.com

“Parece que de lo que muere uno es de maniquí asustado en la vidriera”,
Gonzalo Rojas. 

Cada tercer día me ocurre que no sé qué hacer conmigo. Un día me gobierno y al otro no. La mañana del domingo tocó no, es horrible; una siente que se desestructura toda, desde el centro a las orillas. Mientras me debatía entre desayunar, escribir o salir a correr tuve el nada original impulso de planear un viaje; porque yo, que hace rato dejé de creer en la fantasía de que somos únicos e irrepetibles; acepto que no soy más que un jarabe de clichés, crisis y dudas cíclicas; y ni siquiera están bien emulsionados todos los ingredientes. El hecho es que no me interesa en lo absoluto pretender la originalidad. Así que revolví el cajón del buró buscando mi pasaporte y me encontré con una fotografía donde tengo cinco años.

Es el cumpleaños de mi prima, delante suyo se ve un pastel inmenso, irresistible, puerta del séptimo cielo azucarado. Y ahí estoy yo, junto a ella, mirando de frente a la cámara, con una sonrisa y un brillo en los ojos casi hirientes: no es felicidad lo que hay en mi rostro, es hambre.

Hambre física, sí, pero también un apetito casi violento por la vida.

Y lo entendí de golpe: si el hambre es cabrona, las ganas de vivir son unas hijas de la chingada.

Son esas indómitas ganas que tiran de nosotros con la potencia de una jauría de fieras las que nos llevan a dar saltos mortales.

Pongamos por caso a mi amigo X, que se está muriendo de ganas de vivir. Su desear es de una vehemencia dolorosa; a veces camina, a veces se traslada en silla de ruedas, le cuelgan sondas por aquí y por allá, tiene llagas de un lado y del otro pero no para. No ha habido cáncer, diabetes, fracturas, cirugías ni accidentes que lo detengan. Si se le mira con honestidad, se le nota de inmediato que está corriendo un rally donde la meta es la muerte: quiere comérselo todo, bebérselo todo, enamorarse de todas; hasta que un día, todo eso junto por fin lo mate.

Y será cosa divina o demoníaca pero el asunto es que así como hay unos que se mueren de maniquí asustado en la vidriera, refiriéndome al poema del imprescindible Gonzalo Rojas; estamos los benditos hambrientos, fracturados, casi siempre huérfanos –simbólicos o de facto- que morimos exactamente de lo contrario. De entregarnos a la vida con una voluntad ciega, de querer lo inalcanzable. Y es que se desea el infinito cuando no se está lleno, cuando se atraviesa la existencia con una oquedad inmensa en el pecho, con una abismal herida original. Y así se ama, inconmensurablemente. Y así esperamos que nos amen. Y se sufre pero también se goza.

Lo que digo es que hay muchas formas de morir, una es viviendo. Los mexicanos, si atendemos a lo que dice nuestra tradición de muertos, lo sabemos bien. Lejos de recatarnos como dictan la mojigatería católica y judeocristiana (lamentaré siempre que sean las religiones dominantes en México y renegaré de ello cada vez que pueda) aquí a la muerte se le provoca con la vida, entendemos por altar una mesa para comer y beber todos juntos: los del más aquí con los del más allá. Qué absoluta maravilla.

Desde que era niña pienso recurrentemente en la muerte. Y no es un indicador de tendencia suicida, no. Pero crecí escuchando demasiado sobre ella y sintiéndola muy de cerca por un montón de circunstancias que algún día contaré, tal vez cuando los editores no me digan que las columnas tienen que ser breves porque los lectores se agotan.

Pero ahora, a mis treinta y cinco, a pocos días de pasar a la otra mitad de la treintena que me acercará a una velocidad de oxidación celular galopante y sin freno a los cuarenta, sé que la muerte no es sólo una posibilidad constante sino una probabilidad permanente. Ahí está puntual y elegante nuestra catrina: un día sí y al otro también.

Y volviendo a mirar la foto he decidido que me matarán las ganas de vivir pero no me convertiré en asesina de esa niña de cinco años dispuesta a comerse el pastel entero, aunque no sea suyo.

Me gustaría desearles que se mueran de lo mismo que yo me voy a morir, sin que se ofendan. Sólo una alerta: las ganas de vivir no pueden ser prestadas, hay que tenerlo claro para transitar por este camino hacia la muerte sin excesiva ignominia y con la dosis mínima de dignidad, sin colgarse de las arterias de otro.

También les deseo que amen hasta morder el polvo y volver a él, hasta ser uno con la tierra. Y ya para sacudirnos esta espesura fúnebre que se apoderó de mí, agrego una última cosa: les recomiendo que eviten morir sin haber leído a Gonzalo Rojas porque uno se muere con lo puesto y lo leído se lleva puesto en el alma.

@AlmaDeliaMC

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